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Rusia, Moscú~ Año 2014. Desde la antigüedad los humanos han convivido con seres sobrenaturales, sin saber de la existencia de estos. Dichos seres han sido llamados desde antaño como "Otros" (Иные). Entre estos mismos existen enormes diferencias, que parecen acentuarse aún más con el paso de los siglos, separándose en variadas razas que poco a poco algunos hombres iluminados pudieron comenzar a identificar, dejando testimonio de esto en antiguos manuscritos. Los llamados otros mantuvieron durante centurias una tregua, con la cual prometían jamás mostrarse ante un humano en su forma real, y aunque siempre hubieron ocasiones en que un otro rompía la tregua por motivos de fuerza mayor~ Hoy en día muchos han decidido romper la tregua en beneficio propio, poniendo en peligro a toda su raza y abriendo los ojos de la humanidad. Este es el juego de las apariencias y muchas veces engañan ¿Serás capaz de confiar?.
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Imre || Cayéndonos a pedazos.
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Imre || Cayéndonos a pedazos.
Con los ojos plateados fijos en el camino, el drakonis respiró con profundidad para llenarse los pulmones e inflarse el pecho con el poderoso aire que circula por tan altas montañas, sonriendo fiero y avanzando, simplemente siguiendo el sendero que le irrita de algún modo por culpa de la lentitud que debe llevar para evitar que haya algún tipo de desprendimiento y es que los dominios de los cazadores son algo que debe tomarse en serio. Trampas por aquí, por allá, pero correr el riesgo vale la pena si al final de su destino puede observar la silueta de su hermano recortada por la luz anaranjada del atardecer.
Y luego atravesar con sus propias manos ese cuerpo perfecto, idéntico al suyo. Desgarrar su carne y quebrar los huesos con la voracidad propia del animal que pasa meses de hambruna. Ragnarök se relamió los labios de una forma obscena, como la bestia que es, saboreando el bocado, puede ver a su alrededor el extenso campo lleno de roca, colina y acantilado. Rememora de una forma maliciosa todo lo que ha pasado entre su igual y él mismo, piensa en todo aquello que Imre reprime y somete tan sólo para conseguir esa tan sobrevalorada, estúpida y repugnante compasión; la consciencia humana que le hace sentir menos monstruo.
Patético, a su parecer.
Imre siempre se creyó un mártir, después de todo.
El joven de cabellera plateada sigue andando hasta que por fin, y después de algunos interminables minutos mascullando, renegando y deseando con un fervor casi homicida el tomar del pescuezo al primer inútil hijo de Skaoi para torcérselo hasta dejar el ángulo de la cabeza en uno bastante antinatural, Ragna detalla con su mirada aguda el paraje a todas luces magnánimo mientras se sacude un tanto los pantalones ajustados que porta, a la altura de las rodillas, en una acción un tanto aniñada porque aun cuando el muchacho sea un asesino despiadado y traiga consigo la muerte en la mirada no deja de ser, después de todo, un joven que ha ignorado la mayor parte de su vida muchísimas cosas. Por supuesto, Ragnarök ignora por completo eso que Imre conoce demasiado bien y tal vez es esa la razón por la que siempre, sin excepción alguna, acaban sobreviviendo a la furia del otro.
Sus pasos le llevan hasta el borde y sonríe, infantil pero macabro a la vez, dejando que sus pies dancen peligrosamente cerca del abismo, uno de más de cien metros de altura y en el cual el fondo es oscuro y descorazonador, uno que provoca una angustia de tal magnitud que sería imposible no echarse hacia atrás cual gato escaldado. Pero, por supuesto, Ragna es fanático de todo eso que puede presentar un peligro y superarlo ya que después de todo nunca ha tenido la oportunidad de saborear el miedo o sensación agobiante. Para él no existen ese tipo de emociones y duda mucho el llegar a conocerlas en la propia piel porque si hay algo que destaque en su viciosa personalidad es la arrogancia de creerse el depredador supremo. Ese que todo lo puede y nada teme. Tampoco es que erre mucho el pensamiento, después de todo, pero cualquier reflexión se corta de raíz al escuchar las pisadas de su hermano tras él, parando a una distancia prudente y es en ese momento en que la mirada plateada se ilumina y su sonrisa se ensancha mostrando la perfecta dentadura. Se da la vuelta en un giro delicado que hace revolver sus cabellos por culpa de la brisa, con sus pupilas afiladas como dagas clavándose en el cuerpo que es, curiosamente, un par de centímetros más alto que el propio. Excentricidades de la genética, supone.
─Imre. ─ Ronronea cual gato frente a su amo, con una voz oscura y ronca que demuestra lo cerca que está la bestia de emerger entre sangre y piel destrozada. Las pupilas de Ragnarök se afilan tanto que parecen dos rendijas negras entre la inmensidad del metal fundido. ─Tanto tiempo. ─ Murmura sin acercarse, como el juego del gato y el ratón, marcando al menor como la presa y a él mismo como el cazador.
Y luego atravesar con sus propias manos ese cuerpo perfecto, idéntico al suyo. Desgarrar su carne y quebrar los huesos con la voracidad propia del animal que pasa meses de hambruna. Ragnarök se relamió los labios de una forma obscena, como la bestia que es, saboreando el bocado, puede ver a su alrededor el extenso campo lleno de roca, colina y acantilado. Rememora de una forma maliciosa todo lo que ha pasado entre su igual y él mismo, piensa en todo aquello que Imre reprime y somete tan sólo para conseguir esa tan sobrevalorada, estúpida y repugnante compasión; la consciencia humana que le hace sentir menos monstruo.
Patético, a su parecer.
Imre siempre se creyó un mártir, después de todo.
El joven de cabellera plateada sigue andando hasta que por fin, y después de algunos interminables minutos mascullando, renegando y deseando con un fervor casi homicida el tomar del pescuezo al primer inútil hijo de Skaoi para torcérselo hasta dejar el ángulo de la cabeza en uno bastante antinatural, Ragna detalla con su mirada aguda el paraje a todas luces magnánimo mientras se sacude un tanto los pantalones ajustados que porta, a la altura de las rodillas, en una acción un tanto aniñada porque aun cuando el muchacho sea un asesino despiadado y traiga consigo la muerte en la mirada no deja de ser, después de todo, un joven que ha ignorado la mayor parte de su vida muchísimas cosas. Por supuesto, Ragnarök ignora por completo eso que Imre conoce demasiado bien y tal vez es esa la razón por la que siempre, sin excepción alguna, acaban sobreviviendo a la furia del otro.
Sus pasos le llevan hasta el borde y sonríe, infantil pero macabro a la vez, dejando que sus pies dancen peligrosamente cerca del abismo, uno de más de cien metros de altura y en el cual el fondo es oscuro y descorazonador, uno que provoca una angustia de tal magnitud que sería imposible no echarse hacia atrás cual gato escaldado. Pero, por supuesto, Ragna es fanático de todo eso que puede presentar un peligro y superarlo ya que después de todo nunca ha tenido la oportunidad de saborear el miedo o sensación agobiante. Para él no existen ese tipo de emociones y duda mucho el llegar a conocerlas en la propia piel porque si hay algo que destaque en su viciosa personalidad es la arrogancia de creerse el depredador supremo. Ese que todo lo puede y nada teme. Tampoco es que erre mucho el pensamiento, después de todo, pero cualquier reflexión se corta de raíz al escuchar las pisadas de su hermano tras él, parando a una distancia prudente y es en ese momento en que la mirada plateada se ilumina y su sonrisa se ensancha mostrando la perfecta dentadura. Se da la vuelta en un giro delicado que hace revolver sus cabellos por culpa de la brisa, con sus pupilas afiladas como dagas clavándose en el cuerpo que es, curiosamente, un par de centímetros más alto que el propio. Excentricidades de la genética, supone.
─Imre. ─ Ronronea cual gato frente a su amo, con una voz oscura y ronca que demuestra lo cerca que está la bestia de emerger entre sangre y piel destrozada. Las pupilas de Ragnarök se afilan tanto que parecen dos rendijas negras entre la inmensidad del metal fundido. ─Tanto tiempo. ─ Murmura sin acercarse, como el juego del gato y el ratón, marcando al menor como la presa y a él mismo como el cazador.
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Re: Imre || Cayéndonos a pedazos.
Lo había sentido de nuevo. El cuerpo de Imre vibraba bajo aquella sensación que le atraía con la fuerza de un imán hacia un punto indeterminado del espacio mundano, siendo el motor de los dos pies que avanzaban a pasos agigantados. Había despertado en medio de la tarde con una inquietud impropia en su persona, aunque de alguna forma familiar. La imperante necesidad de encontrar algo que no tenía respuesta en su mente, pero su subconsciente señalaba como su otra mitad. Le reconocía en la inmensa distancia y su naturaleza le hacía correr a una velocidad vertiginosa en su dirección. No había lugar para la razón, era él y su instinto suicida. Porque en el ojo del huracán no le estaría esperando otra figura más que la de su gemelo.
Resguardó su cuerpo del frío con las primeras prendas que encontró a su alcance una vez tuvo un pie fuera del sofá que le había visto dormir. Un abrigo y las llaves, no necesitaba nada más para bajar las escaleras de su edificio con la rapidez de la luz. No debían ser más de las ocho, el sol ya se había puesto y como un maníaco el joven de complexión delgada buscaba su coche entre las calles moscovitas, sin un destino claramente marcado, sólo aquel sentimiento casi psicópata que le llevaba a la deriva. Segundos que le guiaron hasta su primera parada. La llave se introdujo en la ranura del auto y abrió la puerta para internarse de inmediato en su interior, cerrándola tras de sí antes de girar la llave de contacto, acomodando su cinturón mientras hacía sonar el motor. Pisó el embrague y deslizando sus manos por el volante, el coche se desplazó los primeros centímetros para salir de su aparcamiento, situándole pronto en carretera. Las largas iluminaban la autopista en aquella absorbente oscuridad. Como un agujero negro en el que se refleja un efímero halo de luz. Algunos árboles desprovistos de hojas se encargaban de añadir misticismo al tétrico paisaje al tiempo en que los animales nocturnos escapaban de aquel objeto no identificado que avanzaba con suma velocidad por el asfalto.
Y de un momento a otro se encontró andando en medio de la nada -metafóricamente hablando-. Una negra y espesa neblina obligaba a agudizar sus sentidos, especialmente el de la vista. Jamás había estado en aquel lugar pero todo resultaba amenazante. La pegajosa humedad y la suave brisa que parecía susurrar en nombre de Satán, tensaba su anatomía junto al ambiente hostil que se respiraba. La piel palpitaba, advirtiendo que se encontraba un peligro a la vuelta de la esquina. Los enzarzados arbustos parecían danzar alrededor de sus piernas, burlándose y evitando su paso. Estaba en el epicentro de una montaña, rodeado de fauna y con el pecho incandescente. Desoía la voz de su consciencia, preguntando insistentemente hacia dónde era que iba. Porque no tenía respuesta. Porque por una vez se estaba dejando llevar por instinto y no por la razón. Hacía un par de siglos que los hermanos habían permanecido lejos el uno del otro, y ahora las fuerzas gravitatorias les estaban atrayendo sin posibilidad de renegar. Porque eran como Sirio, y no podían girar en torno a órbitas diferentes.
Sus pasos le dirigieron hasta el nacimiento de un gran acantilado y allí lo vio. Ragnarök. Reconoció desde la distancia la silueta de su igual. Los cabellos platinados se iluminaban bajo el fulgor de la luna, quedando a la sombra por aquellos ojos que sin dudarlo se posaron sobre él, acompañando a la ladina sonrisa. Imre lucía tan humano al lado de aquel otro dragón que podría ser fácilmente confundido con uno de ellos. Y era cierto. La bestia se encontraba aletargada, aunque aún presente en su interior. –Más del permitido.–se permitió responder unos segundos más tarde, relamiendo los resecos labios sin apartar la mirada de los afilados ojos contrarios. –¿Vamos a acabar este encuentro como la última vez, hermano?–inquirió sin el verdadero afán de obtener una respuesta. Le había escuchado ronronear, pero no sólo eso, conocía suficiente de su mayor como para saber que la sangre no tardaría mucho en brotar de su cuerpo, al igual que del ajeno.
Resguardó su cuerpo del frío con las primeras prendas que encontró a su alcance una vez tuvo un pie fuera del sofá que le había visto dormir. Un abrigo y las llaves, no necesitaba nada más para bajar las escaleras de su edificio con la rapidez de la luz. No debían ser más de las ocho, el sol ya se había puesto y como un maníaco el joven de complexión delgada buscaba su coche entre las calles moscovitas, sin un destino claramente marcado, sólo aquel sentimiento casi psicópata que le llevaba a la deriva. Segundos que le guiaron hasta su primera parada. La llave se introdujo en la ranura del auto y abrió la puerta para internarse de inmediato en su interior, cerrándola tras de sí antes de girar la llave de contacto, acomodando su cinturón mientras hacía sonar el motor. Pisó el embrague y deslizando sus manos por el volante, el coche se desplazó los primeros centímetros para salir de su aparcamiento, situándole pronto en carretera. Las largas iluminaban la autopista en aquella absorbente oscuridad. Como un agujero negro en el que se refleja un efímero halo de luz. Algunos árboles desprovistos de hojas se encargaban de añadir misticismo al tétrico paisaje al tiempo en que los animales nocturnos escapaban de aquel objeto no identificado que avanzaba con suma velocidad por el asfalto.
Y de un momento a otro se encontró andando en medio de la nada -metafóricamente hablando-. Una negra y espesa neblina obligaba a agudizar sus sentidos, especialmente el de la vista. Jamás había estado en aquel lugar pero todo resultaba amenazante. La pegajosa humedad y la suave brisa que parecía susurrar en nombre de Satán, tensaba su anatomía junto al ambiente hostil que se respiraba. La piel palpitaba, advirtiendo que se encontraba un peligro a la vuelta de la esquina. Los enzarzados arbustos parecían danzar alrededor de sus piernas, burlándose y evitando su paso. Estaba en el epicentro de una montaña, rodeado de fauna y con el pecho incandescente. Desoía la voz de su consciencia, preguntando insistentemente hacia dónde era que iba. Porque no tenía respuesta. Porque por una vez se estaba dejando llevar por instinto y no por la razón. Hacía un par de siglos que los hermanos habían permanecido lejos el uno del otro, y ahora las fuerzas gravitatorias les estaban atrayendo sin posibilidad de renegar. Porque eran como Sirio, y no podían girar en torno a órbitas diferentes.
Sus pasos le dirigieron hasta el nacimiento de un gran acantilado y allí lo vio. Ragnarök. Reconoció desde la distancia la silueta de su igual. Los cabellos platinados se iluminaban bajo el fulgor de la luna, quedando a la sombra por aquellos ojos que sin dudarlo se posaron sobre él, acompañando a la ladina sonrisa. Imre lucía tan humano al lado de aquel otro dragón que podría ser fácilmente confundido con uno de ellos. Y era cierto. La bestia se encontraba aletargada, aunque aún presente en su interior. –Más del permitido.–se permitió responder unos segundos más tarde, relamiendo los resecos labios sin apartar la mirada de los afilados ojos contrarios. –¿Vamos a acabar este encuentro como la última vez, hermano?–inquirió sin el verdadero afán de obtener una respuesta. Le había escuchado ronronear, pero no sólo eso, conocía suficiente de su mayor como para saber que la sangre no tardaría mucho en brotar de su cuerpo, al igual que del ajeno.
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